La sala blanca
- JOSE ANGEL BILBAO SUSTACHA
- 1 sept
- 4 Min. de lectura

I. El silencio
Nunca había escuchado un silencio tan hondo.
Ni siquiera en esas madrugadas de guardia en la UCI neonatal, cuando el sonido de los monitores se volvía casi un rezo mecánico.
Allí, en el estado suspendido de la extracorpórea, no había tiempo ni cuerpo, solo un flotar sin destino.
Y entonces llegaron.
II. Los niños
Los niños.
Mis niños.
No enfermos, no intubados, no con piel pálida.
Sino de pie, plenos, luminosos, como si hubieran esperado esta rendija en mi conciencia para reaparecer.
Me rodearon.
Algunos eran recién nacidos a los que bauticé en silencio, poniéndoles nombres improvisados —Laura, Jordi— porque nadie debería irse sin nombre.
Otros eran rostros que recordaba entre noches de oxígeno, fiebres y bisturís.
Todos me miraban sin reproche, con esa serenidad que solo tienen quienes nunca necesitaron crecer para ser eternos.
III. El cabecilla
Y en medio de ellos apareció David.
Él no necesitaba presentación.
Todos lo conocíamos desde mis años de residente.
Un muchacho con parálisis cerebral severa, un luchador incansable que entraba en urgencias tantas veces que parecía pertenecer más a nuestros pasillos que a su propia casa.
Pero lo que me marcó no fueron solo esas estancias hospitalarias, sino los años en que lo visité como su pediatra de atención primaria.
Su pueblo estaba apartado, encajado en la montaña, y para llegar había que recorrer una carretera llena de curvas.
Cada visita a domicilio era un pequeño rally.
Yo llegaba mareado, y su madre me recibía con la sonrisa cansada de quien nunca tiene descanso.
Allí, en su casa, sin batas verdes ni quirófanos, entendí que ser pediatra era mucho más que diagnosticar: era acompañar.
Me miró con sus ojos enormes, cargados de una inteligencia que nunca necesitó palabras.
Y con una sonrisa franca, dijo lo que jamás olvidaré:
—Bilbi.
—¿Te acuerdas? —me dijo riendo—. Llegabas pálido por la carretera y yo me reía viéndote entrar como si fueras tú el enfermo.
Yo reí también, con un nudo en la garganta.
—Nunca lo olvidaré, David. Nunca.
—Tú estabas con nosotros, Bilbi. Eso bastaba. Aunque no hubiera cura.
IV. Jordi
Y detrás de David apareció Jordi.
No lo recordaba de tubos ni de urgencias, sino sentado en mi consulta de primaria, con esa mirada atenta a pesar de la histiocitosis que poco a poco le fue robando las fuerzas.
Lo vi tantas veces que su familia se volvió parte de la mía.
Su madre sabía leerme en los ojos antes incluso de que yo hablara.
Su padre, siempre firme, me preguntaba lo que sabía que no podía responder:
—¿Aún queda algo más por hacer?
Y yo, con la bata blanca y el corazón encogido, buscaba palabras que fueran verdad pero que también sostuvieran.
Ahora Jordi me miraba con ternura:
—Bilbi, yo lo sabía. Sabía que me iba. Pero también sabía que tú estabas ahí, con mis padres, con nosotros. Eso fue suficiente.
Recordé las consultas compartidas, los silencios largos, la cercanía que solo da el día a día.
No éramos médico y paciente: éramos compañeros de un mismo camino.
V. Laura
De pronto, una voz suave me interrumpió.
Era Laura.
Una recién nacida a la que bauticé en silencio, con las manos aún húmedas de lágrimas.
—Gracias por darme un nombre —me dijo.
La vi sonreír. No había vivido más que unas semanas, pero ahora se mostraba serena, como si el tiempo que no tuvo aquí le hubiera sido devuelto allá.
—¿Sabes? —añadió—. Mi madre aún me recuerda cada día. Tú pensabas que no habías hecho nada, pero al pronunciar mi nombre les diste una historia. No fui solo “la niña que se murió”. Fui Laura.
La miré y comprendí que esos segundos, ese gesto mínimo, habían tenido un peso inmenso.
VI. La despedida
Vi a David, a Jordi, a Laura, y a tantos otros.
Todos estaban en paz.
Y yo, por primera vez, también.
La vibración del mundo real me reclamaba.
La reconexión.
El regreso.
La luz de ellos se fue apagando, pero David fue el último en quedarse.
Me miró y sonrió.
—Vuelve tranquilo. Nosotros estamos contigo.
Y desapareció.
VII. El regreso
Abrí los ojos.
Lo primero que vi fue a ella.
Mi mujer.
La única que conocía también, aunque en silencio, el peso de todas estas lápidas.
La que había compartido la carga sin necesidad de palabras, sosteniendo mis ausencias, mi fatiga, mis derrotas.
Sus ojos me devolvieron a la vida.
Me decían sin voz: “Lo hemos hecho juntos, Bilbi. No has estado solo.”
Le apreté la mano, y en ese gesto estaba todo:
el agradecimiento, la certeza de haber hecho lo que pude, y la paz de saber que, pese a mis errores, había caminado de la mejor forma posible.
Dentro de mí, aún resonaba la voz de David:
—Bilbi…
Epílogo poético
Y comprendí que la vida de un pediatra
se mide también en lápidas invisibles,
en nombres susurrados al oído de nadie,
en canciones desafinadas para arrancar una sonrisa,
en lágrimas escondidas tras las batas blancas.
Que no fuimos dioses ni verdugos,
sino compañeros de viaje.
Testigos.
Manos que sostuvieron otras manos
en el momento más frágil de la existencia.
Y que al final, lo único que queda
es la certeza de haber estado allí,
cuando hacía falta.
Reflexión final
He sido pediatra toda mi vida.
He celebrado los nacimientos y he acompañado demasiadas muertes.
He aprendido que un niño puede enseñar más en tres días de vida que un manual entero de medicina.
Que la ciencia nos da herramientas, pero no certezas.
Y que el verdadero acto médico no es salvar siempre, sino estar presente incluso cuando no podemos salvar.
Las lápidas que cargamos los pediatras no son un fracaso.
Son nuestra biografía secreta.
Son el precio de mirar de frente al límite humano y seguir adelante.
Hoy, después de verlos y escucharlos, sé que no caminé en vano.
Ellos siguen conmigo.
Y yo, con ellos, camino en paz.



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