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“No le mires, no le hables… y dame la pegatina”.

  • Foto del escritor: JOSE ANGEL BILBAO SUSTACHA
    JOSE ANGEL BILBAO SUSTACHA
  • 28 may
  • 4 Min. de lectura

Crónicas de un pediatra que no negocia con tiranos de un metro.

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Con los años, uno no solo acumula experiencia clínica y pegatinas (sí, tengo un arsenal que haría temblar a cualquier profesor de infantil). También acumula etiquetas. Algunas graciosas, otras que te cuelgan los padres con media sonrisa, y muchas que tú mismo te pones para no tomarte demasiado en serio… porque si no te ríes en consulta, acabas llorando con la cuarta otitis del día.

Así que hoy, me quito la bata (mentalmente, tranquilos, no hace falta llamar a seguridad) y os cuento cómo es eso de ser “ese pediatra”.Ese que llega a veces tarde, que manda agua, que dice “tranquilo/a” más veces que un monitor de yoga, y que disfruta más con una rabieta en directo que viendo una serie de Netflix.

¿Perfecto? Ni de lejos.¿Predecible? A veces.¿Cercano? Eso espero.¿Con bola de cristal? Solo si me la deja el de mantenimiento.

El de la bola de cristal

Sí, soy el que cuando no ve signos de alarma, dice: “No lo veo en la bola de cristal”. No es sarcasmo. Es una forma de poner límites sanos a la ansiedad. No tengo superpoderes ni acceso al futuro, solo criterios clínicos, sentido común y muchas ganas de no asustar innecesariamente.

El que solo manda agua y líquidos fríos

A mucha honra. Agua, líquidos fríos y paciencia. A veces eso, y no un antibiótico, es lo que cura. No porque me guste mandar poco —aunque también—, sino porque a veces menos es más. Si esperabas una receta milagrosa, siento decepcionarte. Si buscabas un consejo sensato, ahí lo tienes.

El pediatra tranquilo

¿Mi palabra favorita? Tranquila/o. Me sale sola. Porque la consulta ya viene cargada de nervios, de Google, de abuelas opinadoras, de urgencias colapsadas. Alguien tiene que poner cordura. Y si no lo hago yo, ¿quién?

El seco, el que no dora la píldora

¿Soy directo? Sí. ¿Brusco? Espero que no. Pero te diré lo que pienso aunque no sea lo que esperas oír. No endulzo lo que no necesita azúcar. No hago pruebas porque sí. Y no diagnostico por tranquilizar. Digo lo que veo. Con respeto, pero sin rodeos.

El de las palabras mágicas

Por favor. Gracias. No sé vosotros, pero en mi casa eso se enseñaba antes que a atarse los zapatos. En la mía también. Y lo aplico en consulta: sin esas palabras, no hay pegatina. Y soy capaz de hacer que un niño se levante para que se siente su abuela. Sin gritar, solo educando. Porque aquí también se aprende a convivir.


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El que no perdona a los adolescentes

Y cuando entran adolescentes, me brillan los ojos. No tanto como con los bebés, vale, pero casi. Porque ahí empieza el juego:

– ¿Ayudas en casa?

– ¿Cómo van los estudios?

– ¿Has aprobado todo?

– ¿Cocinas?

Las respuestas son oro puro. A veces monosílabos, otras veces confesiones inesperadas, y más de una vez... silencios sospechosos. Y aquí viene mi parte favorita: les digo a los padres —con toda la intención— que es el momento en el que no pueden hablar. Nada. Ni una palabra. Solo mirar. Y créeme, cuesta. Algunos se muerden la lengua, otros directamente se atragantan de las ganas de intervenir. Lo mejor de todo: las caras. Vamos, !ni en fotomatón¡. Cuando escuchan lo que sus hijos (a los que ven cada día) me responden a mí, a veces abren los ojos como platos, otras giran el cuello lentamente como si no entendieran qué universo paralelo estamos habitando… y sí, hay momentos en que las miradas hablan más que cualquier palabra. No veáis qué caras.

El que va (a veces) tarde

Sí, lo sé. No siempre, pero sí… a veces llego tarde. ¿Por qué? Porque hay consultas de dos minutos y otras de 35. Porque hay padres que vienen solo por una duda, y otros que se rompen al hablar. Porque hay bebés dormidos que merecen esperar... y niños con rabietas que necesitan su espacio.Así que, si alguna vez has esperado más de la cuenta, aplícatelo: la próxima vez puede ser tu hijo el que necesite esos 20 minutos extras.

El que deja que un niño llore en el suelo

Sí. También soy ese. El que, ante una rabieta monumental en medio de la consulta, te mira y te dice:– Tranquila.– No lo mires.– No le digas nada. Vamos a seguir hablando. Y seguimos. Y al cabo de un rato, ese torbellino que pataleaba en el suelo se calma, respira, y se levanta. Y entonces le felicito por calmarse. Y le dejo darle un superachuchón a su padre o su madre. Porque de eso también va la crianza: de sostener sin invadir, de acompañar sin premiar lo que no toca.


Y por si todo esto fuera poco… confieso que también tengo un punto friki. Porque a veces me sorprendo pensando que hemos pasado de tener un 'niño sano' a un 'niño patológico'. Con tanta revisión, tanto control, tanta curva, tanto protocolo, acabamos mirando con lupa cosas que antes ni se cuestionaban. ¡Ojo! No estoy en contra de las revisiones (de hecho, cuando son bebés me parecen oro puro), pero cuando un niño con mocos viene tres veces al mes —entre catarro, revisión del catarro y control post-revisión— uno se pregunta si vamos a terminar haciendo carnet de puntos para venir a consulta. Eso sí, todo con humor... y con su pegatina, por supuesto.


Así que sí, soy ese pediatra. El de la bola de cristal. El del agua. El que no dora la píldora. El que cree en las palabras mágicas. El que disfruta viendo crecer a los niños... y ver espabilar a los adolescentes. El que, a veces, se retrasa... porque lo importante no siempre tiene reloj.


Y si aún así sigues confiando en mí… gracias. (De verdad. Y con pegatina, si dices por favor).


 
 
 

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